Viajar a Tierra Santa, un deseo que subyace en el subconsciente de muchos cristianos al encuentro de nosotros mismos, pero que vamos posponiendo en la agenda de los múltiples viajes que nos gustaría hacer, sin duda a lugares más atractivos, en cuanto al placer se refiere, y culturalmente interesantes: París, Roma, Londres, Berlín se encuentran a la vuelta de la esquina….
Tierra Santa te espera, ¿quieres?
Pero llegó el momento. Esta vez no había forma de rehusar a la llamada urgente: “Tierra Santa te espera…, quieres?. Como cristianos católicos, cómo no seguir las huellas de Jesús en la tierra que le vio nacer, crecer, predicar, orar, sanar los cuerpos enfermos, perdonar los pecados o echar a los demonios? La tierra donde fue llamando uno a uno a aquellos jóvenes que le siguieron, sin reservas, incluso aquel que le traicionó al final. La tierra donde ordenó a las aguas del lago Tiberíades azotadas por el viento que se calmaran, donde multiplicó los panes y los peces para saciar el hambre de las personan que le seguían. Esa tierra donde las mujeres pecadoras fueron perdonadas y dignificadas. Esa tierra donde fue amado, educado, escuchado y perseguido. Esa tierra donde fue hombre y donde se reveló Dios. Donde comió dátiles y miel, y probó vinagre amargo. Cómo decirte que no, ¿mi Dios? Lo que allí ocurrió configura nuestra historia.
Preparando la maleta del «corazón»
A Tierra Santa uno nunca se va solo. Antes de irse se asegura de que la maleta del corazón va llena y ordenada. Nada se nos puede olvidar. Porque no es un viaje cualquiera. Se trata de un viaje histórico para la vida propia. Por eso se llena esa maleta con los hijos y los nietos, con los antepasados y descendientes. Con nuestra comunidad y todos aquellos con quien compartimos la fe. Con los amigos que tanto nos acompañan y con los enemigos que sin duda nos enseñan y nos hacen ser más humildes y prudentes. Se lleva en la maleta la historia de vida, las preguntas no respondidas y el corazón abierto para depositar nuestra mochila llena. Y una vez vaciada a los pies del Gólgota, estamos ya dispuestos para llenarla de fe, de esperanza y de caridad. Dispuestos para llenarla con los regalos de Amor que Jesús como Buen Anfitrión está dispuesto a darnos con sus manos llenas. Eso nunca pesa. Envuelve el alma y la prepara amablemente para lo que habrá de venir. Es estar en el Tabor y nunca olvidarlo.
Y aterrizamos en Tel Aviv, casi con ganas de besar el suelo como lo hizo Juan Pablo II, y descalzarnos los pies, porque la Tierra que íbamos a pisar era tierra sagrada (Ex 3,5). Se abría ante nosotros una ciudad moderna en una tarde que ya empezaba a oscurecer, de camino a Galilea. Sí, ¡Galilea! Por una autopista de tránsito fluido, en un autobús cómodo, descubrimos que a nuestro lado derecho se levantaba parte de los 800 km de muralla: esos muros, construidos por el hombre judío y que encierran los asentamientos palestinos. Pero la historia de Israel es muy compleja, y no es el objetivo de estas líneas contarla aquí, por muy apasionante que sea. Solo me quedo con la siguiente frase: “La historia bíblica se desarrolla en un espacio comprendido entre Mesopotamia (hoy Irak) y Egipto, entre Grecia -e incluso Roma, y Arabia- y también Etiopía. La actividad de Jesús se desarrolla en el término actual de Israel y Palestina, con algunas incursiones en lo que hoy son el Líbano, Jordania y Egipto” (Cuaderno de viaje del peregrino de la UFV).
En el Monte de las Bienaventuranzas
Despertarse cuando está amaneciendo frente al Mar de Galilea, de 12 km de ancho por 21 km de largo, que bendice todas las tierras que le rodean con frondosa y colorida vegetación, es un espectáculo soñado. Es la fuente más grande de agua dulce que tienen los israelíes y la saben aprovechar. Pero lo es más aún participar de la Eucaristía a orillas del lago, en el Monte de las Bienaventuranzas. El sol irradia esa luz dorada de la mañana temprana sobre las aguas del lago Tiberíades, que, mecidas por el viento, sugieren que los apóstoles tuvieron miedo cuando llegada la tormenta y Jesús dormía sin preocuparse. “Por qué teméis, hombres de poca fe” (Mt 8, 23-27). ¿Y qué hago yo, Señor cuando tengo miedo? ¿Cómo te busco y donde te encuentro?
“Bienaventurados los pobres en el espíritu, bienaventurados los mansos, bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en el Cielo” (Mt. 5,1-12).
Enseguida veo a Jesús sobre aquel monte que viene hacia mí, en mi corazón y le escucho hablarme de Dios, pero también hablarle a Dios de mí. Me mira y me dice: “Ven conmigo que yo te haré feliz. Ven y acércate que yo enjugaré tus lágrimas”. Y casi sin quererlo, pero en realidad queriéndolo más que nunca, le contesto:
«Llévame contigo y enséñame a llorar, a ser humilde y mansa, quítame por favor aquello que me oprime y me pesa, y hazme ligera para poderte seguir por esos valles y montes desde donde tu predicabas. Quítamelo todo y regálame la confianza en Ti, y entonces podre ser rica, porque te tendré a ti. Y entonces lloraré de alegría y de gratitud por ese don recibido”.
Déjame creer siempre, Señor, que tú eres mi Dios
Visitamos lo que pudiera ser el Monte Tabor, pero no me importa tanto su autenticidad como saber que esa era la primera vez que Jesús mostraba a sus apóstoles su Divinidad. En cierta manera corría un velo, porque se acercaba su hora. Déjame creer siempre Señor que tú eres mi Dios.
Magdala es más que conmovedor porque al estar allí uno se siente como esa María de Magdala, pecadora, enferma o poseída, la de los siete demonios. No se sabe muy bien por qué. Y allí pareciera que Dios nos mira con especial misericordia. Nos sana, nos perdona. Me impresionó mucho una Iglesia moderna en forma de tienda que es un auténtico homenaje al Jesús pescador de hombres, dividida en dos partes, como si de un libro abierto se tratara: la del Antiguo y la del Nuevo testamento. En lo que correspondería a la parte del Antiguo Testamento, seis columnas simbolizan a las mujeres del antiguo testamento, un homenaje a ellas. Y la parte que simboliza el Nuevo Testamento está presidida por una barca que parece estar flotando sobre el mismo lago que se encuentra tras la enorme vidriera. Y me fijo en esto a pesar de que Magdala es una ciudad y puerto del siglo I. Y es que todo Israel, por su propia historia, está plagada de Iglesias y monumentos que se han ido destruyendo y reconstruyendo según el momento. Actualmente hay varias Iglesias modernas de un simbolismo y belleza propios del conocimiento y sensibilidad de nuestros arquitectos sensibles a la arquitectura religiosa. Me reconfortó mucho que entre los apóstoles que presiden la parte del altar, están esculpidos los doce apóstoles entre los que se encuentra también Judas. Y si está Judas, ¿acaso no cabemos cualquiera de nosotros, pecadores? La Misericordia de Dios es eterna.
Tengo que decir que la excitación que me producía lo que íbamos visitando me impedía asimilar de inmediato cada rincón, cada lugar. Por ello era importante escuchar, porque cada información iba calando sin que uno se diera cuenta. Yo me sentía como si Jesús me llevara en sus sandalias. “Pon tus pies en mis huellas…” escuchaba en mis adentros. Y así hacía.
María, con confianza preguntaba, y luego, aceptaba
En Nazaret nos esperaba María, la jovencísima Madre de Jesús. La Iglesia de la Anunciación, su casa-gruta humilde, ese lugar cerca de la cocina donde podría habérsele aparecido el Ángel. El silencio sobre aquella dulcísima niña, que no parecía entender mucho, pero que con confianza preguntaba y luego aceptaba. ¿Qué pensaría Ella? Y entonces recordaba lo que sentía cada vez que supe que estaba embarazada y cada vez que di a luz a un hijo(a) porque siempre tuve la impresión de que aquel hijo(a) venía del Amor de Dios a través del amor que nos tenemos mi esposo y yo. Un milagro, ése que nos da Dios cuando nos presta a un hijo que no nos pertenece pues le pertenece a Él. Y María, en su confianza absoluta, creyó y se abandonó a la absoluta voluntad de Dios que la llevaría a dar a luz al Rey de Reyes en ese pequeño establo en el que hay que agacharse para poder entrar. Belén es hoy en día zona musulmana. Eso me lleva a detenerme para observar cómo conviven y se entremezclan las distintas religiones, las distintas culturas. Los barrios están divididos, y a unos y otros se les reconoce por la lengua que hablan por las calles, especialmente en la Jerusalén antigua, al igual que por la forma de vestirse o los olores de la comida o las especias que utilizan. Una variedad tan grande que uno recorre las calles sin parar de sorprenderse, a la vez que todo ello convive de la forma más harmoniosa posible. Y es que todos creen en un solo Dios. Todos somos hijos de un mismo Dios. Aunque parezca que vivimos en la Torre de Babel.
Esa misma noche, fuimos al muro de las lamentaciones, era Sábado, Shabat. Unas jóvenes sin velo y otras mayores veladas, rezaban con muchísima devoción, a la vez que movían sus cuerpos de atrás hacia adelante, porque está dicho que “amarás a tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu fuerza”(Deuteronomio 6,5). En la zona de los hombres, se veía, desde fuera, a todo tipo de hombres. Muchos vestidos de negro, con la kipá sobre la cabeza, de pelo corto o largo, con bucles a los lados como Sansón, o con sombreros altos hechos de piel de oso (judíos procedentes de Canadá). Pero también muchos occidentales a quienes la curiosidad los llevaba a rezar junto a los judíos.
A mí me llevó a meditar sobre mi forma de rezar y dialogar con Dios. Quiero hacerlo como a Él le gusta. Quiero tener fe y escuchar su voz. Quiero que me acompañe y acompañarle. Por favor, mi Dios.
Sentí el Cenáculo como un lugar muy particular. Esa casa prestada donde Jesús cenó con sus apóstoles, donde partió el pan y bebió vino, donde anunció que iba a ser traicionado. Donde seguramente sintió miedo. El Huerto de Getsemaní, donde rezó y se entristeció. Allí lloró por lo que tenía que vivir, y lloró por cada uno de nosotros. “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas, 23-34).
En las calles de Jerusalén rezamos un Vía crucis por la Vía Dolorosa que conduce al Gólgota, ahora barrio palestino. Impresionante. No es como uno se lo imagina. No es como yo me lo imaginaba. Es una calle estrecha entre casas y pequeñas Iglesias que corresponden a cada una de las estaciones. Entre nosotros bajaban y subían los musulmanes, con respeto. De nuevo sentí que caminaba sobre las pisadas de Jesús. Allí cargó Jesús con la mochila de mis pecados, de los tuyos, de los de todos. Impresionante, ¿no?
Caná, donde Jesús seguramente bailó con sus amigos y convirtió el agua en buen vino. Betania, donde Jesús descansaba junto a los que le querían, la Basílica de la Dormición, la del Santo Sepulcro, el Río Jordán, el Mar Muerto, el desierto…. No me voy a extender más porque hay tanto visitado y tanto por visitar que mejor ir allí y verlo.
He estado en las sandalias de Jesús
Un viaje que queda grabado muy dentro de mí. No soy la misma, aunque los demás no lo sepan. He estado en las sandalias de Jesús, con un grupo de gente muy preparada que además me ha obligado a bajar a mí misma para preguntarme: “¿Que tiene que ver esto con mi vida, con mi hambre de Dios, con mi anhelo de que mi existencia merezca la pena, con mis penas y alegrías…?” (Cuaderno de viaje de peregrinos a Tierra Santo, UFV).
Volveré Israel, volveré Jerusalén. Volveré tras tus santos pasos Jesús y tus milagros. Subiré a los montes, tocaré tu túnica. Aguardaré junto a tu Madre y tu discípulo amado tu regreso, esta vez de otra manera, y vendrás a por nosotros y nos llevarás de tu mano a la vida Eterna. Confío en Ti, confío en Ti, confío en Ti, mi Dios.
Bárbara de Franceschi
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